domingo, 26 de junio de 2016

Darío Santillán y Maxi Kosteki fueron objetivos claros de la ex SIDE y La Bonaerense




Ya dedicamos y vamos a seguir dedicando espacio a los crímenes de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki cuando se cumpla un aniversario como hoy, ya 14 años, o cada vez que sea necesario recordar que la responsabilidad política sigue impune. Les recomendamos pegarse una vuelta por estos viejos posteos que tienen otros con material documental que les sugerimos no perderse (A, B, C, D, E, F), y especialmente no dejar de ver, ni por casualidad, el excelente material que les subimos en esta nota "La Dignidad Rebelde". Desde que ocurrieron los hechos aquel 26 de junio de 2002 nos vienen diciendo que Darío y Maxi fueron víctimas de una tragedia casual, algo que en medio del "fragor" del conflicto le podía haber tocado a cualquiera. Burdas y poco creíbles mentiras. Por eso la recomendación para que no se pierdan nada de lo que les invitamos a observar con detenimiento. Este blog se caracteriza por ser perseguido por los servis disfrazados de periodistas, la verdad no los buscamos a ellos, ellos nos encontraron y no paran de jodernos las bolas. Es porque no les gusta que cuenten sus menesundas, esas en las que en más de una oportunidad uno de los nuestros aparece muerto por circunstancias que nadie puede explicar, pero que tampoco casi nadie intenta averiguar. A veces es más fácil acusar a los que decimos algo sobre estas cuestiones que somos delirantes conspirativos que mirar con "los ojos ciegos bien abiertos". A pesar de que desde hace meses subir cada post nos cuesta varios dolores de huevos y ovarios, porque nos hackean cada cinco minutos, sepan que nos van enseñando a como combatirlos cada vez más fácilmente.
A este homenaje le vamos a sumar el trabajo impecable del "Patán" Ricardo Ragendorfer, donde el genial periodista de "delincuenciales", no de "policiales", cuenta en su libro "La Bonaerense II" que el crimen de estos dos jóvenes recién salidos de la adolescencia y que formaban parte de los MTD (Movimientos de Trabajadores Desocupados) no fue ninguna cuestión azarosa:

LA ÚLTIMA ESTACIÓN

El presidente Eduardo Duhalde sabe mejor que nadie la malquerencia que los hombres de La Bonaerense son capaces de profesar hacia una conducción política con la que están indispuestos. Durante la década del noventa, en dos ocasiones estuvieron a punto de sepultar su propia carrera; primero, con el asesinato de José Luis Cabezas y, luego, con la masacre de Ramallo. Tal vez el ex gobernador haya decidido, abandonar la administración provincial y afincarse en Balcarce 50 precisamente con el ilusorio propósito de liberarse de esos seres. Pero el largo brazo de La Bonaerense lo sigue acechando. En ocasión de la masacre del 26 de junio de 2002 en Avellaneda, "la mejor policía del mundo" estuvo a un milímetro de malograr su trayectoria por tercera vez. La incompetencia brutal de quienes debían vigilar en ese día los cortes en el Puente Pueyrredón derivó en el asesinato de dos piqueteros desarmados, a la vista de decenas de testigos, algunos con cámaras fotográficas y televisivas. Eso sucedió luego de que desde el Poder Ejecutivo Nacional se preparara minuciosamente el terreno de la tragedia. La trama de aquel miércoles negro había comenzado unas semanas antes, cuando en una reunión de Gabinete el titular de la SIDE, Carlos Soria, sorprendió a todos con un inquietante informe recién sacado del horno. El paper en cuestión se basaba en grabaciones clandestinas efectuadas en un congreso nacional de piqueteros, que tuvo lugar a fines de mayo en el Estadio Gatica de Villa Domínico, con la asistencia de unas tres mil personas. El trabajo de campo propiamente dicho había sido una, iniciativa del subdirector de Inteligencia, Oscar Rodríguez, un ex intendente del partido de San Vicente, quien además está casado con la senadora Mabel Müller, la más íntima amiga de la primera dama, Chiche Duhalde. Para esta delicada misión se valió de agentes que él mismo había reclutado poco antes: un centenar de "batatas" bonaerenses, entre los cuales había barrabravas de Chacarita y Los Andes, matones salidos de las filas del Comando de Organización y, por último, algunos murguistas de la comparsa "Los Mimosos de Burzaco". Corpulentos en su mayoría, vestidos con camperas de cuero y comunicados entre sí con flamantes celulares Startac, se paseaban de un lado a otro en grupos de tres, sin pasar inadvertidos entre los asambleístas. Nadie imaginó que en ellos estaría el germen de una matanza. El material reunido condujo a una verdadera hipótesis de conflicto. El "Señor 5" —como se denomina al jefe de la SIDE— al exponer el asunto ante todos los ministros y secretarios de Estado, encabezados por el Presidente, señaló sin mover un solo músculo del rostro la existencia de "un plan insurreccional en marcha". Fue aún más lejos al vaticinar que los conjurados tenían "previsto el asalto al poder durante el próximo 9 de julio". Paradójicamente, era la misma fecha que el primer mandatario había fijado como final de lo recesión. Ante tamañas revelaciones, el secretario de Seguridad Interior, Juan José Álvarez, se mantuvo en un discreto segundo plano. No así algunos colegas suyos. El Informe Soria, pese a su carga descabellada, tuvo una gran acogida entre los "halcones" del gobierno, alineados detrás del jefe de Gabinete, Alfredo Atanasof. Los ministros del Interior y Justicia, Jorge Matzkin y Jorge Vanossi, junto con el secretario general de la Presidencia, Ángel Fernández, y el canciller, Carlos Ruckauf, fueron desde entonces los encargados de endurecer el discurso oficial y de propagarlo. Hasta llegaron a enviar comunicaciones a los gobernadores de todo el país alertando sobre el presunto complot y a dar el visto bueno a posibles rebrotes de la represión. Súbitamente había girado 180 grados la estrategia oficial de no interferir en las protestas sociales. Así se llegó a la mañana del 26 de junio. Ese día se tejió una fina maniobra para deslucir el corte del Puente Pueyrredón, impulsando primero una situación de caos, con el apoyo de provocadores e infiltrados. Luego aplicarían sobre ella una represión medida, disciplinante y con un alto contenido mediático, con el propósito de instalar la ilusión de que el orden había sido restaurado. No contaban, desde luego, con la sutileza de La Bonaerense. Al despuntar el alba de ese miércoles, en la sede del Comando de Patrullas de Avellaneda, con asiento en Sarandí, se ultimaron las instancias previas al operativo policial, del que tomarían parte unos 110 uniformados y unas ocho brigadas de civil, cuyos integrantes debían mimetizarse en la manifestación. El clima allí reinante no auguraba nada bueno. En el cuaderno de guardia quedó asentado el número y tipo de armas que llevaron los suboficiales. Pero no ocurrió lo mismo con los oficiales, sobre todo los de mayor rango, quienes salieron de la dependencia diciendo "dame aquella", sin dejar registro alguno. Se trataba de una maniobra habitual entre los efectivos de La Bonaerense, cuyo propósito, en caso de abrir fuego, era precisamente desdibujar los rastros. Pero en esa ocasión, según el testimonio posterior de algunos policías, los suboficiales también fueron pertrechados con proyectiles de plomo. Cada uno llevaba cuatro o cinco cartuchos letales en su Itaka, mezclados con las postas de goma. Los aprestos fueron cuidadosamente supervisados por el comisario a cargo del operativo, un sujeto de cejas espesas, expresión de pájaro y estatura ruin. Pocos minutos antes del mediodía, una columna de piqueteros pertenecientes a la Coordinadora Aníbal Verón comenzó a avanzar por la avenida Pavón, a la altura de Carrefour. La policía, sorpresivamente, formó un cordón entre ellos, con el doble objetivo de cerrarles el paso y dividir la columna en dos. Pero, ante la proximidad de unos con otros, los uniformados se replegaron para repetir la acción unos cien metros más adelante, ya bajo el acceso al Puente Pueyrredón. Sólo que esta vez no se corrieron. En ese paso de ballet estaba la semilla de una cacería. Primero fueron trompadas, palazos y pedradas, bajo un hongo de gases lacrimógenos. Entonces sonó el primer disparo. Un muchacho se tomó el abdomen. Lograría hasta la estación de tren. Pero se estaba desangrando. Era Maximiliano Costeki. Entre tanto, el enjuto jefe del operativo, blandiendo una escopeta, se trenzaba a golpes con otro piquetero. Luego retrocedería, pero sin sacarle los ojos de encima. Resultaba curiosa su forma de trabajar; en vez de dirigir las acciones desde un móvil, con un mapa topográfico y un puñado de handies, había descendido al escalón táctico, y se hallaba en el epicentro del conflicto, como si en vez de comisario fuese un sargento más. El joven piquetero que lo había enfrentado enfiló también hacia la estación, siempre bajo su atenta mirada. Pocos minutos después, el cuerpo sangrante y moribundo de Darío Santillán era arrastrado por ese mismo policía desde el hall central hasta la calle; colaboraban con él otros tres uniformados. Adentro yacía el otro muerto. Con un destello de furia, el alto oficial se tocó el cuello, donde exhibía un pequeño corte. Durante el resto de la tarde saciaría un repentino impulso por exponerse ante las cámaras. Primero se floreó en la puerta del Hospital Fiorito, hasta que un puñetazo en el ojo izquierdo forzó su retirada. Más tarde, ya con el ojo emparchado, no se privó de dar una larga conferencia de prensa en un lugar seguro, para luego aparecer en otra, nada menos que con el gobernador Felipe Solá. Esas imágenes, irradiadas por un pequeño televisor, congelaron a la periodista Clara Britos, directora de la publicación regional La Tapa, que se edita en la localidad de San Vicente. En ese instante recordó una mañana del año 2000, cuando su casa fue violentada por unos 30 policías encapuchados que, tras golpear a su marido y destrozar todo lo que encontraban a su paso, la arrastraron de los pelos. La versión oficial atribuyó el episodio a un error cometido por los uniformados, al confundir la dirección de un allanamiento. Pero detrás del apriete subyacía un añejo enfrentamiento entre la mujer y las autoridades del municipio, encabezadas por el inefable Oscar Rodríguez. El jefe de aquel operativo policial era precisamente el hombre magullado que ahora aparecía en la pantalla. Se trataba del comisario Alfredo Franchiotti, quien había cumplido su primer destino profesional en la comisaría de San Vicente, donde permaneció hasta 1987, cuando fue ascendido a inspector. De su paso por la zona, los vecinos recuerdan que mató a balazos a un par de pibes, dejando los cadáveres desnudos Junto a un cartel publicitario de la inmobiliaria Vinelli. Allí también cultivó buenas migas con el actual subdirector de la SIDE y con su hermano, el comisario inspector Alfredo Rodríguez, ex jefe de la custodia personal de Eduardo Duhalde. No es casual, por lo tanto, que su siguiente destino haya sido Lomas de Zamora, cuando el intendente no era otro que Duhalde. Luego despuntaría su naturaleza operativa, transitando sucesivamente las brigadas de Berazategui, Quilmes, Lanús y Sustracción de Automotores, siguiendo en sus destinos al jefe que lo había puesto bajo su ala: Juan José Ribelli. El espíritu de cuerpo que lo unía a éste quedó plasmado en dos escuchas telefónicas, efectuadas poco antes de su detención por el atentado a la AMIA. En la primera, Ribelli le dice a Raúl Ibarra, otro de los policías procesados en esa causa: —Decile a Franchiotti que vaya corriendo a limpiar mi casa antes de que me la revienten. Y, más adelante, agrega: —Le pedí a Franchiotti que lo ubicara a Albarracín. Porque la idea es que nos presentemos detenidos todos. Franchiotti también prestó servicio durante una temporada en el Municipio de la Costa, donde solía ufanarse de ser "un policía de Yabrán", según sus propias palabras. Su legajo muestra un solo pedido de licencia por enfermedad, diez arrestos por faltas leves y 18 distinciones por actos de servicio. En 1989, la Cámara de Diputados le otorgó una condecoración en calidad de "Acto Meritorio", por haber participado en la recuperación del cuartel militar de La Tablada. Ya con jinetas de comisario, accedió a la jefatura del mando de Operaciones Policiales, con asiento en La Plata. Era un destino codiciado, ya que desde allí no sólo se diagraman los operativos de todo el Gran Buenos Aires, sino que es un sitio al cual suelen subir los sobres. Pero algo interrumpió su brillante carrera. En diciembre de 2001 fue transferido al Comando de Patrullas de Avellaneda. A todas luces, se trataba de un retroceso profesional, casi una degradación; como el de un gerente de empresa que, de pronto, pasa a la sección de maestranza. Con ese cargo, dando su versión de los hechos, interpretando el papel de víctima y martirizado por un desprendimiento de retina, durante la tarde del 26 de junio exhibió su figura en todos los canales y diarios del país. Aún no imaginaba que otras imágenes suyas serían su boleto a la cárcel.

PRIMERA PLANA

En las altas esferas del poder nadie imaginaba el desenlace de lo que acababa de suceder. Mientras por televisión se deslizaba la existencia de dos muertos que ahora estaban en la morgue del Hospital Fiorito, el ministro de Seguridad bonaerense, Luis Genoud, un ex diputado de estrechas vinculaciones con la corporación policial, negaba de plano aquella versión. —¡Es mentira! No hay muertos. Salí ya a desmentirlo —le llegó a decir a su par nacional, Juan José Álvarez, en una conversación telefónica mantenida poco después del mediodía. —Es tu territorio y tu operativo. Salí a desmentirlo vos —replicó Álvarez, tomando distancias del asunto. Como ex intendente de Hurlingham, "Juanjo" es conocedor de la provincia. En ese mismo instante, el ministro del Interior, Jorge Matzkin, hablaba por teléfono con el jefe de la Policía Federal, comisario Roberto Giacomino. —Hay dos muertos, señor. No lo dude —fue el tajante diagnóstico del uniformado. Exactamente a las cinco de la tarde, el ministro del Interior dio una conferencia de prensa, en la cual estuvieron vedadas las preguntas. Su gesto era adusto, casi amargo, y fue desgranando las palabras con una entonación que hacía recordar a los bandos de la dictadura militar. Reconoció los dos muertos, pero aseguró que se debían a "un enfrentamiento entre piqueteros". Y, sin anestesia, afirmó que el objetivo de éstos era "voltear al Gobierno". Por último, con tono amenazador, remató: —En Argentina se acabó la tolerancia para los violentos. Casi en paralelo, Alfredo Atanasof también echaba leña a la teoría de la conspiración, señalando ante otro grupo de periodistas que "todo era producto de un plan desestabilizador de alcance nacional". Ambos funcionarios seguían apoyándose en el informe de la SIDE. Al día siguiente, el Gobierno ya estaba enterado de que los diarios publicarían las fotografías de la matanza en sus próximas ediciones. Franchiotti y su gente habían acribillado a sus víctimas sin advertir la presencia de reporteros gráficos a su alrededor. Uno de ellos, Sergio Kowalewski, que colabora en el periódico de las Madres de Plaza de Mayo, obtuvo una secuencia minuciosa de aquella sombra aguileña con gorra y escopeta, que se abría paso entre la multitud disparando a quemarropa. A las siete de la tarde de aquel día, Luis Genoud trataba de comunicarse con el jefe de La Bonaerense, comisario Ricardo Degastaldi, que estaba en Mar del Plata disfrutando de un corto descanso. Pero antes de concretar el llamado, sonó su propio teléfono. —¿Qué novedades tiene, ministro? —preguntó la voz de otro lado del celular. —Nada nuevo, Presidente —respondió Genoud a Eduardo Duhalde. —Muy bien; hasta luego. —El tono era cortante. Segundos más tarde, le anunciaron a Solá que Duhalde estaba al teléfono. —Felipe —le advirtió el Presidente—, mirá mañana las fotos de los diarios. Parece que fue la policía. Tené cuidado. Las imágenes eran abrumadoras. Fueron las pruebas que llevaron tras las rejas a Franchiotti y su patota, integrada por el oficial principal Jesús Quevedo, el cabo primero Alejandro Acosta y el cabo Lorenzo Colman. También rodaría la cabeza del jefe departamental de Lomas de Zamora, comisario Osvaldo Vega, bajo cuyo mando jurisdiccional estaban las tropas que actuaron en la represión del Puente Pueyrredón. Igual suerte corrió su segundo, el comisario Mario Mijín, del cual, para colmo, en ese momento salía a la luz su pasado vinculado al terrorismo de Estado. El despliegue fotográfico no sólo mostró el episodio de la Estación Avellaneda, sino que además hubo infinidad de tomas de otros policías disparando plomo sobre los manifestantes y borrando premeditadamente las huellas de su accionar. Los canales emitían videos de jefes policiales vestidos como piqueteros, dirigiendo la represión. Entre ellos estaba el oficial Mario de la Fuente y, a pocos metros, el sargento Carlos Leiva. Ambos permanecen prófugos. Una visualización posterior del material televisivo permitió también identificar a un oficial de alto rango que recogía los cartuchos que Leiva disparaba. Se trataba del comisario Jorge Abel Echeverri, titular de la comisaría Lanús de Villa Obrera. Afloraría entonces la certeza de que la masacre fue obra de un plan orquestado desde las entrañas policiales, y no la acción aislada de una patrulla loca comandada por un comisario chiflado. Prueba viviente de aquello es casi una veintena de manifestantes heridos con proyectiles letales, disparados desde por lo menos cinco posiciones equidistantes entre sí. No menos significativo resultaría comprobar las llamadas telefónicas que hizo y recibió Franchiotti el 26 de junio en su celular, cuyo número es 4993-5702. El aparato sonó exactamente a las 17.30, a las 18.51 y a las 19.25, o sea, a pocas horas de la masacre, y llamaban desde el 4805-4422. Ese número corresponde a una casona ubicada en la calle Billinghurst 2461, del barrio de Palermo. Se trata nada menos que de la Base Billinghurst de la SIDE, donde se centralizan las tareas de infiltrar marchas de protesta e identificar a través de fotos o delaciones a los manifestantes. La dependencia está directamente a cargo del Señor 8, es decir, el ex intendente Oscar Rodríguez, nada menos que el antiguo mentor del policía homicida. Todo indicaría que Darío Santillán y Maximiliano Kosteki fueron marcados de antemano; más precisamente en una manifestación efectuada el 11 de junio frente a la Municipalidad de Guernica, uno de los feudos territoriales del actual subdirector de la SIDE. Varios participantes de aquella marcha coincidieron en que los dos piqueteros fueron entonces fotografiados por unos sujetos que permanecían agazapados sobre la terraza del municipio. La difusión periodística de lo que realmente había sucedido hizo que un secretario de Estado definiera el cuadro de situación con pocas palabras: "Nos salió todo para la mierda; hicimos todo mal. Compramos una operación y, por si fuera poco, operamos esa operación". En las antípodas, "Juanjo" Álvarez, tal vez poseído por un optimismo inexplicable, señalaba: "La política de seguridad no sólo no cambió sino que salió fortalecida; por eso me quedo". Lo cierto es que la carga radiactiva de La Bonaerense afectó al corazón del poder central. Los proyectiles que dejaron sin vida a Darío Santillán y a Maximiliano Kosteki también arrasaron con dos integrantes del gabinete duhaldista: el titular de la SIDE, Carlos Soria, y el ministro de Justicia, Jorge Vanossi. En el ámbito provincial, provocaron la caída del ministro Genoud y la del comisario Degastaldi, que había asumido el cargo apenas unos setenta días antes, en reemplazo del comisario Amadeo D'Angelo, alejado por un presunto pedido de coimas a prostíbulos. En medio de ese clima, el gobernador Solá dio un paso temerario al nombrar a Juan Pablo Cafiero como nuevo ministro de Seguridad. Desde entonces, los signos policiales adversos a su presencia han sido el combustible de una nueva pesadilla.

1 comentario:

Anónimo dijo...

echaron 17 del 26, mi hijo trabaja ahi