martes, 20 de septiembre de 2016

Pablo Bressi: además de acusado por Carrió de vínculos narcos y violencia de género fue responsable de la Masacre de Ramallo

ARRANCAMOS LIVIANITO: En el reino de la "Mejor Maldita Policía del Mundo" todo es posible, también en la estructura de control, seguridad e inteligencia de la Alianza PRO-Cambiemos. Basta recordar el nombramiento del Fino Palacios al frente de La Metropolitana, según el propio Macri recomendado por la CIA y el Mossad a pesar de sus oscuras vinculaciones con el atentado de la AMIA que dejó un saldo de 85 muertos y 300 heridos. Ni que hablar de las relaciones que Cristian Ritondo tenía, cuando era vicepresidente primero de la Legislatura porteña y ya en sus tiempos de jefe de bloque PRO, con una banda de ex efectivos de la Federal y otras fuerzas que le hacía de servis entre los cronistas acreditados allí camuflados bajo el nombre de "Periodistas Porteños". Denuncias que hicimos desde este portal cientos de veces pero que claro, son ninguneadas por los mal llamados grandes medios que sólo se encargan de ocultar, mentir, engañar y tergiversar la realidad, siempre y cuando les convenga, claro. Ese tipo de maniobra como se ve en este último vínculo nada tienen que envidiarle al Proyecto X de Berni & Company. Tampoco es casualidad que los mismos personajes que estuvieron en la Side, luego SI, y ahora AFI sean los mismos y sigan defendiendo los mismos intereses a pesar del "cambio" de administración. Pregunten sino a Nosiglia, Szpolski, Angelici, Olazagasti, Larcher, Majdalani, Hadad, Richarte, Gallea, Arribas, Stiusso, etc. Vayan para atrás o para adelante, los muchachos son siempre los incorregibles de siempre. Con la llegada de María Eugenia Vidal a la gobernación y el Barrabrava Ritondo al Ministerio de Inseguridad provincial las cosas no podías ser peores. La designación del pata negra Pablo Bressi fue tan delirante que ni la propia Elisa Carrió pudo callarse la boca y salió con los tapones de punta a denunciar las vinculaciones del nuevo jefe de los Panzas Azules del Gatillo Fácil con los narcos. Otras denuncias contra él llegaron de su ex esposa y amante por golpeador y maltratador. Lo más increíble es que hay un PEQUEÑO detalle que todos obviaron, "Carlos" Bressi, más conocido como Pablo, fue aquel "negociador" del Grupo Halcón que terminó dando la orden para masacrar a los delincuentes del Banco Nación de Ramallo el 17 de septiembre del '99 junto a sus rehenes, en una escapatoria en la que con el juez Villafuerte Ruzo y otros canas más presentes se podría haber semejante desastre deteniendo a los chorros disparándole únicamente a las gomas del auto con el que intentaban fugarse. Sin embargo las sombras de una complicidad entre los ladrones y la policía que siempre quedó flotando hizo que sólo dos delincuentes quedaran vivos, Martín René Saldaña, que se había quedado en el banco fue detenido y apareció extrañamente ahorcado con el forro de un colchón... inaudito!!!. El otro malhechor, como se dice en la jerga, apuntó en un juicio en agosto de 2002 contra el propio Bressi (lean la nota completa acá), en la que se afirma textualmente y entre otras interesantes cosas: "Bressi habló con el tono de un profesor de Harvard para explicar que tras la entrega del rehén Ricardo Pasquali y al no revelarles a los ladrones la contraseña secreta las negociaciones se estancaron por lo que sugirió "el asalto táctico", es decir la irrupción de los grupos de elite Halcón, de la policía bonaerense y GEOF de la Federal para liberar a los rehenes. El negociador policial Bressi se retira de los tribunales de Rosario El negociador policial Bressi se retira de los tribunales de Rosario. Foto: Juan José García Villafuerte Ruzo se negó rotundamente. "Dijo que quería seguir negociando hasta el final", por eso comenzó a hablar con los asaltantes el abogado de uno de ellos, Carlos Varela, casualmente defensor en este juicio del rosarino Raúl Aguirre, otro imputado".
La crónica que todos olvidaron está en el libro del magnífico periodista dedicado a investigar casos Delincuenciales, Ricardo Ragendorfer del año 2001, "La Secta del Gatillo". Les dejamos sólo el fragmento que habla del "negociador fallido" y un link al libro completo para que entiendan en profundidad en manos de quienes estamos:

Capítulo III (A QUEMARROPA)

El hombre que se hacía llamar simplemente Pablo caminaba sin soltar el celular. Se trataba del subcomisario Carlos Bressi. Pertenecía al Grupo Halcón de La Bonaerense y había sido presentado en sociedad como un experto negociador en casos de asaltos con rehenes. Eran las cuatro y diez de la madrugada del viernes y se había vuelto a comunicar con Cristian, el alias que, a su vez, usaba Martín Saldaña, uno de los asaltantes que aún mantenían tres rehenes en la sucursal del Banco Nación. Pablo lucía exultante. Daba la sensación de que venía ganando la partida. Ya había logrado la liberación de tres de los seis rehenes originales, sin dar nada importante a cambio. Luego de un agotador tira y afloje que ya llevaba más de veinte horas tuvo que ceder sólo unas llaves del tesoro. Pero a los ladrones no les servía de mucho, ya que les faltaba el número clave para activar la puerta de la bóveda. Esa era la carta que Pablo guardaba en la manga para prolongar la negociación todo lo posible. Y lo estaba logrando. Pero, imprevistamente, Cristian anunció: —Tengo que llevar al gerente al baño. Esperame... El subcomisario aguardó sin cortar la comunicación. La escena transcurría en un aula de la Escuela Bonifacio Velásquez, a pocos metros del banco. Allí se había constituido el Comité de Crisis, encabezado por el juez federal Carlos Villafuerte Ruzo y altos oficiales de La Bonaerense y de la Federal. Todos ellos, callados y expectantes, tenían las miradas clavadas en el negociador. Con el correr de los segundos, el rostro de Pablo denunciaba su creciente inquietud. Razones no le faltaban: Cristian no regresaba al teléfono y por el auricular se colaban ruidos de puertas que se abrían y cerraban, pasos, un motor que se ponía en marcha. Había comenzado el acto final. Lo que ya era un presentimiento, una posibilidad que todos —a partir del monitoreo de las conversaciones telefónicas— deberían haber previsto, se convertía en una desagradable evidencia. —¡Imbéciles! ¡Entréguense, que son boleta! —aulló el negociador, aun sabiendo que nadie lo escuchaba desde el otro lado de la línea. Pablo había perdido los estribos, el control de la situación y también su protagonismo, todo en unos pocos segundos. En el aula todas las miradas giraron hacia la corpulenta silueta del segundo jefe del Grupo Halcón, subcomisario Gerardo Ascacibar. El hombre, con la mandíbula temblándole por la tensión, se volteó hacia el juez y bramó: —¡Se están por rajar! ¿Qué mierda hacemos? La respuesta del magistrado fue el silencio. El subcomisario escupió unas palabras en clave sobre su handy. Era la orden para entrar en acción. Enseguida se escucharon los primeros disparos. El juez se tiró boca abajo al piso. A su lado, lo imitaron los comisarios mayores Santiago Allendes, Carlos Miniscarco y Eduardo Martínez. No muy lejos de allí, en la calle Rivadavia, de Villa Ramallo, el periodista Ariel Ribalk relataba el desarrollo de los acontecimientos desde el pequeño estudio de FM Acero. Curiosamente, omitió mencionar la presencia en la radio de tres chicas por las que buena parte de los medios que fueron a cubrir el asalto habrían derramado ríos de tinta: Daniela, Cecilia y Betina Chaves, las hijas del gerente de la sucursal, Carlos Chaves, y de Flora, su mujer. Ambos permanecían en el banco, junto a los demás rehenes. Las chicas habían llorado desconsoladamente, pero se sintieron acariciadas por una dosis de esperanza cuando los rehenes Diego Sena —operador de un canal de cable— y Fernando Vilchez —empleado de OCA— fueron liberados a las 21.30 del jueves. La expectativa se volvió a encender en ellas poco después de la medianoche, al confirmarse otra liberación: la de Ricardo Pascual, uno de los jefes de área de la sucursal asaltada. A las cuatro y diez de la mañana, se oyó la aceleración del auto en el que los delincuentes intentaron la fuga. Fue seguida por el estruendo de los disparos. Betina supo con certeza qué estaba pasando. En ese instante la radio transmitía avisos y en el estudio todos guardaban silencio. Los tiros sonaron muy cerca, y ella, tapándose los oídos con las manos, en un vano intento de preservarse del horror, rompió en un llanto tan profundo como desgarrador: —Esos son los tiros que están matando a papá. Cerca de allí, Liliana, la mujer del contador Carlos Santillán, iba y venía de una esquina a otra. La rodeaban mujeres y periodistas. Tenía un rosario entre los dedos y el rostro enrojecido por las horas de tensión que había acumulado desde que supo que su esposo estaba entre los rehenes. Los primeros disparos la sorprendieron sobre la avenida San Martín, a unos sesenta metros de la sucursal. Liliana estaba junto a unos vecinos que trataban de infundirle ánimo. Cuando la tormenta de pólvora comenzó a arreciar, intentó abalanzarse sobre el centro del conflicto, al grito de: "¡No tiren! ¡No tiren!". Un fornido efectivo del Grupo Especial de Operaciones de La Bonaerense se abalanzó sobre ella y la arrastró hasta la entrada de una casa. En un contradictorio intento por sosegarla, prorrumpió en alaridos: —¡Callate la boca! ¡Dejá de gritar! Liliana siguió clamando por la vida de su marido, hasta que cesó el infierno de balas. Un segundo después alguien efectuó el último disparo, con la inequívoca resonancia de un tiro de gracia. Aún no podía saber que el proyectil, salido de un FAL, se había incrustado precisamente entre las cejas de su marido. Los integrantes del Comité de Crisis abandonaron la escuela convertida en búnker. El Vampiro Miniscarco se escabulló sin ser visto, al igual que Allendes. La suerte le fue más esquiva al comisario Martínez, quien fue sorprendido por las cámaras de televisión mientras trataba de abrirse paso entre la multitud. Poco quedaba de su estampa de galán maduro; su elegante traje azul estaba arrugado y el cuello de la camisa, húmedo por el sudor que le bajaba de la cara. Parecía tembloroso y desencajado. Al ser abordado por un micrófono, dijo con voz entrecortada: —¡Por favor! No puedo hablar. Entiendan que esto no es grato para nadie. La Escuela Bonifacio Velázquez había quedado desierta. En el pizarrón del aula donde el juez y los oficiales diagramaron la estrategia de lo que terminó en masacre, se apreciaba el testimonio brutal de un esquema operativo dibujado con tiza. El croquis señalaba "seis tangos y seis romeos". En el hermético lenguaje de las tropas policiales de elite, "tangos" significa delincuentes y "romeos", rehenes. Era la prueba palpable de que ni siquiera la cifra estimada por los investigadores era exacta. El esquema también delineaba anticipadamente el posible trayecto de un auto que saliese de la cochera emplazada sobre la calle Sarmiento. Detallaba las posiciones de los policías con pequeñas estrellas e incluía la sigla "PENT". El término significaba "penetración" o, dicho en un lenguaje más llano, "tirar a matar". Los agentes sabían que el auto iba a salir, por lo que decidieron dispararle. También estaría acreditado que la orden era precisamente la de tirar a matar, ya que, de los treinta y cinco disparos que impactaron en el Volkswagen Polo, ninguno hizo blanco en los neumáticos. Los peritos también hallaron huellas de cincuenta y seis balazos en frentes de casas, árboles, veredas y calles, a los que hay que sumar los que atravesaron a los ocupantes del vehículo. Es decir que en escasos veinte segundos, las armas policiales escupieron unos cien proyectiles. El pistolero Martín Saldaña fue el único ocupante del Polo que salió ileso de la carga de artillería disparada por los policías bonaerenses. El cuerpo de su cómplice Javier Hernández exhibía numerosos impactos, entre ellos, un posible tiro de gracia que le dio de lleno en el paladar. El tercer asaltante, Carlos Martínez, presentaba una herida de FAL que le destrozó los huesos del brazo izquierdo. Flora Chaves, la mujer del gerente, fue herida con dos disparos superficiales. Su marido y el contador Santillán murieron en el acto. Las primeras versiones sobre la muerte de Saldaña, ocurrida esa misma tarde cuando ya estaba alojado en la Comisaría 2a, parecían una ficción urdida por un guionista mediocre. Cerca de las 16.30, el cuerpo de Saldaña apareció sin vida en, su celda. Minutos después, un cabo de la seccional apostado en la puerta, departía con un grupo de periodistas: —Es posta que el muchacho se suicidó. Ellos saben cómo suicidarse... —¿Cómo, practican? —quiso saber un cronista. Por única respuesta, el suboficial destiló una mirada fulminante. Según la versión oficial, Saldaña se habría suicidado usando una tira de tela arrancada del costado de uno de los tres colchones que había en su celda. Saldaña no colgaba, sino que estaba semiapoyado, casi de cuclillas, entre el camastro y el suelo. La hipótesis suicida señalaba que, pese a lo reducida de esa celda, el detenido se habría anudado el extremo de la tira alrededor del cuello, antes de dar un salto y arrodillarse, digamos en el aire, para acabar en una posición tan particular. La versión no cerraba. Los expertos no tardaron en señalar que, de haber ocurrido así, el cuerpo no habría quedado en esa postura: en el medio minuto que una persona tarda en morir por ahorcamiento, primero patalea y luego sufre convulsiones, mientras se le descontrolan los esfínteres. En el caso de Saldaña, nada de eso sucedió. El Gobernador no tardó en relevar al comisario de la seccional, Antonio Gómez, y también a la oficial principal Alejandra Bucheta, a cargo de la comisaria cuando se descubrió el cadáver.

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